Día de la Poesía. Día de Soren Peñalver

Día de la Poesía. Día de Soren Peñalver
Fotos de prensa-Soren Puerta Museo Gaya

AFGANISTÁN EN EL CORAZÓN

AFGANISTÁN EN EL CORAZÓN


La actualidad dolorosa de Afganistán me ha hecho recordar momentos de un lejano viaje por su tierra intrincadamente montañosa, sus yermos grises y sus gentes generosas. Una amiga, que trabajó en una O.N.G. durante los dos últimos años, me aconsejó no volver a Afganistán, pues, por las conversaciones conmigo, años atrás, antes de las últimas guerras que han asolado esa tierra ya desolada, se había hecho la idea de un lugar edénico, de relaciones espontáneas, primitivas, rudas, pero naturalmente humanas. Ahora, me decía, el impacto sería tremendo: hombres ( los hombres admirados por su apostura exótica, de rostros fieros, hermosos virilmente, no exentos de dulzura y amabilidad, sorpresa y cierto candor), los hombres, sobre todo, mutilados por la calle, sentados en las tiendas, como un espectáculo cotidiano… Para consolarme de mi estupor, mi amiga quiso sorprenderme citando de memoria algunos versos de mi poema “Iqbal Masih”*: “…Estaba sentado ante una mesita, que apenas/ en pie se sostenía, y cubierta de harapos/ de campesino jubilado. No podía concebirse/ un ser más bello./ /Era este anciano un parto, un afgano de antigua/ raza, y quizá corriera por sus viejas/ venas la sangre griega de los soldados de Alejandro … Sentí al contemplarle/ nostalgia de todas las edades de su vida,/ avidez de sus ojos claros y de la forma/ como aspiraba el perfume de una pequeña/ rosa de almizcle, que sostenía/ en su grande y curtida mano…”

Afganistán fue, durante toda mi juventud, uno de mis dos o tres países favoritos. Y el más amado. Cuando una noticia aparecía acerca de sus aconteceres, en los diarios, en la televisión , me llegaba al alma, pues que conocía a su gente y sus distante enclave. Nunca llegué a la India, que era mi cometido pretendido en ese largo viaje a través de tantos países. Fue en Formentera, donde, aconsejado por un recalcitrante viajero, un “hippy” sueco-argelino-francés, me propuse llegar a ese país. Hablando una noche, de las mil y una noches, en donde con mucha picardía se distingue entre quienes gustan las ciruelas y quienes prefieren los melones, Marc (ese era el nombre del amigo) me confesó que los melones de la tierra afgana eran los mejores del mundo (eso mismo opinaba Marco Polo, aunque por razones sólo del paladar). Y eso me decidió, más que otra cosa, a emprender el viaje. Degusté, por supuesto, los más grandes y dulces melones criados allí, pero enseguida me ganó el pueblo en general, su forma de ser, su naturaleza simple aunque enigmática siempre de fondo, como toda condición humana de la que no podemos ser idénticos, alejarnos para juzgar, juzgarnos con perspectiva. Vuelve, nuevamente a mi corazón ( de donde no salió nunca, pero ahí acaso estaba dormido) mi sentir por Afganistán, la tierra más castigada del planeta. Siempre recordada por y para la guerra. Hace ya muchos años de aquel viaje. Fue también en un tiempo de reciente guerra, hacia 1973, el año de la invasión rusa, que propició un breve gobierno comunista. Recorrí el suelo afgano de punta a punta, en camiones desvencijados y todo-terrenos turísticos, incluso en tractor, motocicleta y bicicleta. Mi memoria de tanto encuentro y aventura inesperada se centra ahora en una concreta. La siguiente…

Al llegar al río Oxus, cerca de la frontera con el Uzbekistán ruso, la lluvia nos siguió toda la ruta. Pero, sobre todo, diluvió sobre nuestras cabezas entre Balkh (la antigua Bactria) y Mazar-i- Sherif. Durante un día, en la primera ciudad, nos refugiamos al amparo del liván (puerta de entrada y arco triunfal) de la ruinosa mezquita Khwaja-Muhmmad-Parsa, todavía recubierta de bello mosaico azul turquí. No había problema: yo llevaba mi cuaderno de notas y libros; entre ellos, el bellísimo The Read to Oxiana de Robert Byren. Un amigo alemán, Uwe, que me acompañaba, tocaba en su flauta aires del folclore autóctono recién aprendidos; o, más bien sería decir, uno solo insistentemente, hasta que entrábamos en una especie de éxtasis o estado sensorial, a fuerza de juventud, libertad y anhelo de abarcar el mundo y sus seres todos, absolutamente. Muchas veces, luego, me he preguntado qué sería de dos de ellos durante estos años: de Faiz Mohammad y de su hijo de nueve años Nias Mohammad, que tocaban la dambura y el santur, respectivamente, y cantaban alternando sus voces un canto de Farkhar, que venía a decir (el progenitor sabía alemán, y nos hizo una traducción improvisada): “Pasados algunos días, estaremos separados. ¿Cuándo llegaremos a reunirnos nuevamente? Si Dios escucha nuestras preces, nuestros cuerpos se fundirán en una sola alma” .
¿Cuándo volveré a Afganistán? El curso de la vida es breve para la criatura que subsiste y alienta en un ambiente difícil, muchas veces hostil. Hacen falta años, tiempo considerable para que se renueven el paisaje y los seres (sobre todo los seres), y ambos vuelvan a su armónica apariencia. Decía André Gide (de cuya muerte se cumplen, precisamente, cincuenta años ahora) que no podía amar un paisaje si no amaba a su gente. El tiempo de una vida no es suficiente para abarcar con la mirada ese revestimiento de belleza y viveza que volverá a incendiar (en sentido metafórico, se entiende) la faz de Afganistán. Volvería ahora mjsmo, en detrimento de mi dolor por esa tierra jamás conquistada, ni en el pasado más remoto. Hay veces, en la vida de un hombre, que morir junto a lo que te gusta y amas, es más digno que dejarte en jirones la integridad moral y espiritual en las batallas soterradas de la cotidianidad, enfrascadas en la competencia por el dinero, la seducción o el poder. Esta es nuestra civilización distraída con tecnologías increíbles y apariencias de calidades manipuladas… Espero que, una vez más, Afganistán adopte la actitud del “mendigo ingrato”: dignidad en respuesta ante la extraña caridad de la alianza de bombas y alimentos.

SOREN PEÑALVER