Día de la Poesía. Día de Soren Peñalver

Día de la Poesía. Día de Soren Peñalver
Fotos de prensa-Soren Puerta Museo Gaya

ACERCA DE LA SIMPLICIDAD DEL EDÉN. Soren Peñalver

Contesto ahora a tu extrañeza
de hace algún tiempo, cuando aludías
a la forma aletargada con que mis días
allá se consumían, invernando entre libros
al amor engañoso de la lumbre del pasado.
Tú hacías hablar al Genio de la Vida,
con líricos argumentos que parecían
sacados del “Gulistán” clásico persa:
“Ignoro por qué Cósimo no está aún
en Ispahán, porque le debo tener allí
esta noche, como siempre”. Preciosísimo
amigo, no sé si calculaste aquellas
palabras tuyas y su interrogante
persuasiva; pero al fin aquí me tienes,
bajo el frondoso badianero cuya anisada
semilla estrellada cae a las tazas
de nácar donde humea el café recién
servido. Mas, ¿qué añadir a lo que la vida
expresa? “Yasamak güzel sey arkadasim!”*

*(Exclamación en turco que significa: "¡Hermoso es vivir, amigo mío!")

Fragmentos de "Dos veces en el mismo río- Soren Peñalver

Nazilli, 11 de Agosto (Tarde)

En el camino que lleva a la Clásica ciudad de Afrodisias, existe un pequeño cementerio musulmán algo descuidado. No tiene sombra de cipreses ni palmeras, ni otros árboles o arbustos; sus únicas flores son las que espontáneamente crecen con la primavera. La sombra sobre las tumbas la proporcionan algunos alfóncigos (Pistacia vera); con el producto de su "cosecha de nadie" los muertos pagan su alquiler, su habitación del olvido o eternidad. Sobre todo los muertos pobres. Comí el fruto de sus ramas cuando estaban aun por agostar; tenían la cáscara como la de ciertas nueces, el oleaginoso sabor a resina, pero dentro la pulpa era deliciosa, verde claro, dulce, envuelta en la delicada película rosada de la piel.

Los muertos lo abonan todo con sus esencias que ya no son nada o son todo. los frutos, deliciosos, absorben, por las raíces a las ramas, adheridos a los miembros viejos, toda fuerza y humores de lo que fueron aquellas vidas. los muertos no deben nada por tal arrendamiento, después de tanto abandono, y a través de las generaciones en el olvido.

Doganyurt-Jögü (Alabanda), 12 de Agosto (mañana)

Alabanda: miel de la inhóspita cardencha, ahora en el esplendor de su flor malva. Gentes amables (hombre sobre todo, mujeres huidizas, niños madrugadores). En la falda de la montaña, entre las cardenchas altas, las ruinas pétreas de lo que pudieron ser pórticos y soportales, a juzgar por los pilares cilíndricos, que al parecer son los extremos de los antiguos edificios, algo enterrados. Ismael, uno de los pocos jóvenes que aquí viven (la mayoría ha emigrado a Alemania o Dinamarca), viene hacia mí. Podemos entendernos perfectamente, para su sorpresa; él dice que muy bien lo de ir solo sin compromiso. Él ya está casado a los veintidós años, y con tres hijos y otro en camino.

Aquí me trajo la atracción de un nombre prestigiado por un poema, un hermoso y largo poema de un poeta alemán amado desde la primera juventud.

No me defraudó el lugar, todo lo contrario. Alabanda me puso en contacto con ese estado del espíritu que proporciona el campo en estado puro, los lugares ahora abandonados de lo que un día fueron monumentos. Un día dije aquello de que el desierto no es sino la expiación de la cultura, de una soberbia intelectual y artística. Todo cambia. Todo esto tendrá la expectación del turismo un día; volverá a tener interés cuando la paleta del arqueólogo entre a fondo en esta tierra de cardenchas y piedra oscura.

LA LLUVIA DE UN DÍA. Soren Peñalver

Cae, cernida y sin avisar, sobre la gente
que todavía no corre. Todo se empapa
de su antigüedad renovada. Es la misma
que aviva los colores de otro día, y cayendo
sobre Cartago precipitada (la escena es
de Flaubert, pero, además de recreación
literaria, es también un cuadro de Nicolas
de Staël, y, además, otro, expresionista,
de Franz Marc, con los anegados campos
de Verdún en su último anochecer, en 1916,
y que quedó permanente en su retina).
Cae,
de pronto, con fuerza, curioseando
en los rincones más secretos, las alturas
imposibles, los cuerpos y las almas. Entra
en las citas íntimas, las soledades, los gestos
ocultos, en las escenas opuestas a la vista.
Escapan, ahora sí, en rápida estampida,
los ocupantes y protagonistas de este ágil
filme líquido, cuyas secuencias saltan
de la moviola que proyecta pasado, presente
y futuro, temporizados en la lluvia . . .
Soren Peñalver

ISIDRO Soren Peñalver

A Remedios Zapata López

De los muchos, largos años por ti vividos,
un periodo preciso
de tu juventud, cuando de muchacho
andabas por el pueblo –rubio, guapo,
amigo de todos, como lo seguirías
siendo en tu vejez-, viene
y te detiene en el tiempo. O en aquella
otra escena en una ciudad con puerto
y agitadas palmeras, apuesto
con tu uniforme oscuro,
pronto a finalizar la guerra.
Estábamos en ti, con tus diecisiete
y tus treinta y cuatro años,
entonces; en una y otra, en todas
las instantáneas de tu vida.
Los cuatro, de ti repetimos rasgos,
perpetuados por tus nietos. Estamos
contigo, donde el arco de un siglo
completa el puente por el amor
transitado, y por el misterio.

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Soren Peñalver: Soren Peñalver: Soren Peñalver

Soren Peñalver: Soren Peñalver: Soren Peñalver

Soren Peñalver: Soren Peñalver: Soren Peñalver
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Soren Peñalver: Soren Peñalver: Soren Peñalver

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AFGANISTÁN EN EL CORAZÓN

AFGANISTÁN EN EL CORAZÓN


La actualidad dolorosa de Afganistán me ha hecho recordar momentos de un lejano viaje por su tierra intrincadamente montañosa, sus yermos grises y sus gentes generosas. Una amiga, que trabajó en una O.N.G. durante los dos últimos años, me aconsejó no volver a Afganistán, pues, por las conversaciones conmigo, años atrás, antes de las últimas guerras que han asolado esa tierra ya desolada, se había hecho la idea de un lugar edénico, de relaciones espontáneas, primitivas, rudas, pero naturalmente humanas. Ahora, me decía, el impacto sería tremendo: hombres ( los hombres admirados por su apostura exótica, de rostros fieros, hermosos virilmente, no exentos de dulzura y amabilidad, sorpresa y cierto candor), los hombres, sobre todo, mutilados por la calle, sentados en las tiendas, como un espectáculo cotidiano… Para consolarme de mi estupor, mi amiga quiso sorprenderme citando de memoria algunos versos de mi poema “Iqbal Masih”*: “…Estaba sentado ante una mesita, que apenas/ en pie se sostenía, y cubierta de harapos/ de campesino jubilado. No podía concebirse/ un ser más bello./ /Era este anciano un parto, un afgano de antigua/ raza, y quizá corriera por sus viejas/ venas la sangre griega de los soldados de Alejandro … Sentí al contemplarle/ nostalgia de todas las edades de su vida,/ avidez de sus ojos claros y de la forma/ como aspiraba el perfume de una pequeña/ rosa de almizcle, que sostenía/ en su grande y curtida mano…”

Afganistán fue, durante toda mi juventud, uno de mis dos o tres países favoritos. Y el más amado. Cuando una noticia aparecía acerca de sus aconteceres, en los diarios, en la televisión , me llegaba al alma, pues que conocía a su gente y sus distante enclave. Nunca llegué a la India, que era mi cometido pretendido en ese largo viaje a través de tantos países. Fue en Formentera, donde, aconsejado por un recalcitrante viajero, un “hippy” sueco-argelino-francés, me propuse llegar a ese país. Hablando una noche, de las mil y una noches, en donde con mucha picardía se distingue entre quienes gustan las ciruelas y quienes prefieren los melones, Marc (ese era el nombre del amigo) me confesó que los melones de la tierra afgana eran los mejores del mundo (eso mismo opinaba Marco Polo, aunque por razones sólo del paladar). Y eso me decidió, más que otra cosa, a emprender el viaje. Degusté, por supuesto, los más grandes y dulces melones criados allí, pero enseguida me ganó el pueblo en general, su forma de ser, su naturaleza simple aunque enigmática siempre de fondo, como toda condición humana de la que no podemos ser idénticos, alejarnos para juzgar, juzgarnos con perspectiva. Vuelve, nuevamente a mi corazón ( de donde no salió nunca, pero ahí acaso estaba dormido) mi sentir por Afganistán, la tierra más castigada del planeta. Siempre recordada por y para la guerra. Hace ya muchos años de aquel viaje. Fue también en un tiempo de reciente guerra, hacia 1973, el año de la invasión rusa, que propició un breve gobierno comunista. Recorrí el suelo afgano de punta a punta, en camiones desvencijados y todo-terrenos turísticos, incluso en tractor, motocicleta y bicicleta. Mi memoria de tanto encuentro y aventura inesperada se centra ahora en una concreta. La siguiente…

Al llegar al río Oxus, cerca de la frontera con el Uzbekistán ruso, la lluvia nos siguió toda la ruta. Pero, sobre todo, diluvió sobre nuestras cabezas entre Balkh (la antigua Bactria) y Mazar-i- Sherif. Durante un día, en la primera ciudad, nos refugiamos al amparo del liván (puerta de entrada y arco triunfal) de la ruinosa mezquita Khwaja-Muhmmad-Parsa, todavía recubierta de bello mosaico azul turquí. No había problema: yo llevaba mi cuaderno de notas y libros; entre ellos, el bellísimo The Read to Oxiana de Robert Byren. Un amigo alemán, Uwe, que me acompañaba, tocaba en su flauta aires del folclore autóctono recién aprendidos; o, más bien sería decir, uno solo insistentemente, hasta que entrábamos en una especie de éxtasis o estado sensorial, a fuerza de juventud, libertad y anhelo de abarcar el mundo y sus seres todos, absolutamente. Muchas veces, luego, me he preguntado qué sería de dos de ellos durante estos años: de Faiz Mohammad y de su hijo de nueve años Nias Mohammad, que tocaban la dambura y el santur, respectivamente, y cantaban alternando sus voces un canto de Farkhar, que venía a decir (el progenitor sabía alemán, y nos hizo una traducción improvisada): “Pasados algunos días, estaremos separados. ¿Cuándo llegaremos a reunirnos nuevamente? Si Dios escucha nuestras preces, nuestros cuerpos se fundirán en una sola alma” .
¿Cuándo volveré a Afganistán? El curso de la vida es breve para la criatura que subsiste y alienta en un ambiente difícil, muchas veces hostil. Hacen falta años, tiempo considerable para que se renueven el paisaje y los seres (sobre todo los seres), y ambos vuelvan a su armónica apariencia. Decía André Gide (de cuya muerte se cumplen, precisamente, cincuenta años ahora) que no podía amar un paisaje si no amaba a su gente. El tiempo de una vida no es suficiente para abarcar con la mirada ese revestimiento de belleza y viveza que volverá a incendiar (en sentido metafórico, se entiende) la faz de Afganistán. Volvería ahora mjsmo, en detrimento de mi dolor por esa tierra jamás conquistada, ni en el pasado más remoto. Hay veces, en la vida de un hombre, que morir junto a lo que te gusta y amas, es más digno que dejarte en jirones la integridad moral y espiritual en las batallas soterradas de la cotidianidad, enfrascadas en la competencia por el dinero, la seducción o el poder. Esta es nuestra civilización distraída con tecnologías increíbles y apariencias de calidades manipuladas… Espero que, una vez más, Afganistán adopte la actitud del “mendigo ingrato”: dignidad en respuesta ante la extraña caridad de la alianza de bombas y alimentos.

SOREN PEÑALVER